Es usual que cuando se necesita montar
una estructura organizativa, uno de los temas fundamentales que se
plantea es su sostenibilidad. Es decir, se busca lo definitivo de esa
solución. Sin embargo, con esa idea incrustada en el mismo punto de
partida, la organización acaba siendo el verdadero objetivo de todos
los esfuerzos, alienando a los miembros a base de priorizar la
supervivencia de la corporación.
Es fácil percatarse de que entre las
motivaciones para organizarse, las hay que varían para cada momento
concreto, y otras que, estando en la misma raíz de la cooperación
entre personas, permanecen constantes. Las primeras se refieren a las
condiciones sociales que plantean incógnitas a despejar en cada
momento. Mientras que las constantes, las que se repiten desde la más
remota antigüedad, pueden tener apariencias muy diversas, pero, tal
y como ocurre con los 'mandamientos de la ley de Dios' siempre
podremos reducirlas a tres: La conciencia de ser social, el progreso
y el miedo a la soledad. La conciencia de nuestros intereses o
necesidades nos permite identificar esos mismos intereses en otras
personas y abordar entre todos, sin miedo, las descomunales fuerzas
que se oponen al progreso, pues ya se sabe que, como dijo el poeta,
'… así tomados, de uno en uno / son como polvo, no son nada.'
Nuestros padres sociales, los
burgueses, confundiendo, como siempre, el instinto de conservación
contenido en la propia necesidad de progreso con la codicia, añadirán
el ánimo de lucro como cuarta e ineludible motivación. El cual,
actúa como un verdadero disolvente sobre las motivaciones
originales. De entrada, divide a los asociados en dos categorías,
los que posibilitan la asociación y recogen el beneficio, y los que
efectivamente generan la riqueza de la que salen los recursos para
mantener la entidad y el propio beneficio.
Así funcionan las 'empresas' u
organizaciones pensadas para obtener dividendos, se trata de
estructuras organizativas consistentes en una infraestructura
productiva a partir de personas que se asocian porque individualmente
no conseguirían rentabilizar su capacidad de trabajo, y una
superestructura que organiza, dirije y aloja el destino del lucro,
compuesta por personas que se asocian para incrementar su riqueza. En
estas asociaciones la alienación de la infraestructura es una
condición 'sine qua non' para que la superestructura siga
posibilitando la organización.
Si bien, históricamente, la obtención
de riqueza es la forma más habitual de asociación entre personas,
cabría esperar que las organizaciones de cariz popular que pretenden
cambiar la sociedad, es decir, que no tienen como objetivo
rentabilizar capitales, prescindieran de direcciones
superestructurales. Sin embargo, como si fuera un mandato genético o
herencia ineludible, cuando las clases populares nos organizamos,
rápidamente dotamos a nuestras organizaciones de mecanismos
dirigentes, aun y a sabiendas del grave peligro de alienación que
eso supone. Aun y a sabiendas que, como es lógico en una
organización con esa estructura, serán los criterios de los
dirigentes los que acabarán imponiéndose. Aun y a sabiendas que ni
siquiera razones de eficacia justifican esas superestructuras, porque
sabemos, por experiencia, que son precisamente esas cúpulas
dirigentes las que acaban haciendo absolutamente ineficaces a
nuestras organizaciones.
Tal y como siempre ha predicado la
burguesía, estamos convencidos que pensar y trabajar son cosas
incompatibles. Sin duda se trata de un principio incrustado a
'machacamartillo' en nuestro inconsciente de clase: El jefe piensa y
tú trabajas. Después de todo, y por desgracia, es el único modelo
que tenemos suficientemente contrastado. Sin embargo, está claro
que, a estas alturas del progreso social, no sirve para seguir
avanzando. Habría que desembarazarse de semejante mandato si no
queremos seguir dando vueltas y más vueltas a la noria de la que
viven las denominadas 'castas' o élites políticas.
Acaso, las organizaciones cuyo
objetivo es el progreso social, están sumidas en alguna clase de
'crisis de crecimiento' de la que, como es sabido, solo se sale
madurando, dejando de ser adolescentes cabreados que necesitan quien
los guie.
Fue Sigmund Freud quien ideó la
metáfora de 'matar al padre' para significar la necesidad de
madurar, de pensar por nosotros mismos, de deshacernos de mandatos
heredados y ser capaces de elaborar los propios, los ajustados a la
realidad que vivimos. Sin embargo, a la vista está, eso no es nada
fácil, nadie tira las viejas herramientas sin haber recibido las
nuevas.
Matar al padre para las clases
populares, las que nacimos del semen burgués, sin duda que significa
muchísimas cosas, pero de la que venimos hablando es fundamental:
cambiamos de vehículo o con los actuales cacharros, tal y como está
el terreno, no llegaremos a ningún lado.
Y eso, ¿cómo se hace? Se preguntará
fatalmente cualquiera que considere lo dicho. Y ese es, precisamente,
el momento de asentar el golpe fatal a ese oscuro padre que nos
impide madurar. Habrá que ignorar, por más que nos asuste, esa
grave voz que susurra la maldita pregunta. Ese será el momento de
dejarse de herencias inconscientes, juntar la calderilla y, de una
vez por todas, hacerle caso al poeta: Caminante, no hay camino / se
hace camino al andar.
Brutal, por lo simple, que no simplita, contundente y diafano del mensaje.
ResponderEliminarBravo.
Siento repetirme en el comentario pero es la pura verdad. Solo me gustaria añadir una referencia los griegos y el Goya de los aguafuertes.
Del último libro, hablaremos otto dia, es que algunos de los personajes los me resultan muuuuuy cercanos y tengo que hacer una segunda lectura.
ResponderEliminarEs como cuando sales del cine, después de haber visto una buena película. Al salir te preguntan, te ha gustado? O que te parece?, anonadado por las imagenes i la relación con el fondo, necesito "pairlo", para poder opinar
Y eso, eso ooo, es todo amiguitos
ResponderEliminar