jueves, 4 de mayo de 2023

UN ARMARIO LLAMADO CABEZA

Un armario que básicamente tiene dos cuerpos o compartimentos, el “consciente” y el “inconsciente”, sin que ninguno esté a la derecha o izquierda del otro, ni arriba o abajo, ni antes o después. Los diferenciamos porque el consciente, donde se aloja lo aprendido, es directamente accesible. Mientras que el inconsciente, donde se alojan las huellas de lo no aprendido, no es directamente accesible.

Aprender, entre otras muchas cosas, es tomar conciencia de algo, darle nombre a nuestra experiencia. Si tengo hambre me alimento, si estoy cansado descanso, si no entiendo algo lo estudio, si me aburro inicio alguna actividad. Nuestro sistema nervioso detecta carencias a las que, recurriendo a lo aprendido, es decir al “consciente”, intentamos solucionar. No obstante, la realidad es mucho mayor de lo que podemos aprender, de manera que se abre un enorme espacio donde radican las huellas, sin duda reales, de las experiencias sin nombre. Cuando la carencia detectada procede de esa región no tienen nombre y, en consecuencia, no sabemos de que se trata, no tenemos forma de satisfacerla.

El no poder resolverlas nos produce una angustia que, en algunos casos, puede hacer necesaria la intervención de especialistas capaces de concienciar esas carencias, de manera que el interesado las resuelva. De hecho, esos especialistas trasladan el problema, en ese armario del que hablábamos, del compartimento inconsciente al consciente.

Sin embargo, desde una perspectiva histórica, hasta hace muy poco tiempo, el concepto actual de “inconsciente” ni siquiera existía, de manera que era imposible racionalizar o concienciar, ninguno de sus contenidos. Aún, hoy en día, la inmensa mayoría de la población del planeta, ya sea por razones económicas, culturales o religiosas, no puede, o no quiere, admitir que esa infinitud sea “inconsciente”. No obstante y puesto que esa galaxia que el racionalismo llama el “inconsciente” es innegable, aunque partamos de posturas no racionales, es necesaria una explicación, una razón de ser, para explicar esa realidad que, como la atmósfera, pesa sobre todos nosotros.. Es entonces cuando aparece el concepto “espíritu” o “alma”, como un doble inmortal e inmaterial de nosotros mismos.

Esta manera diferente de plantear el tema, sustituye la pareja consciente e inconsciente por la pareja cuerpo y espíritu. Siendo el cuerpo el compartimiento de todos los sufrimientos y el alma de todas las consecuencias, buenas o malas. Ambas partes son estancas entre si, de manera que el desmesurado volumen de lo espiritual permanece incomprensible en un infinito por el que los humanos deambulamos sin esperanza ni orden alguno, necesitados de un relato que relaje la angustia de sentirse perdidos.

Es entonces cuando aparecen los libros “sagrados” con la descripción “revelada” del universo y su razón de ser. Paralelamente aparecen los sacerdotes que nos guían a través de esos enigmáticos textos que, fruto de una revelación milagrosa al profeta correspondiente, no tienen ninguna base racionalmente creíble y, por lo tanto, la única forma de entenderlos es a partir de la fe en las interpretaciones que el guía o sacerdote de turno nos proporcione. Y la fe, todo y siendo una gran virtud pues nos proporciona la valentía de persistir en nuestros proyectos, no es en absoluto un buen método de hacer consciente o aprender algo. Sencillamente porque la fe no contempla el análisis, que es la base de todo aprendizaje.

Vale la pena comentar una situación tan frecuente como las reuniones entre hermanos ya independizados del cobijo materno, y en las que suele evidenciarse la existencia de esos dos compartimentos en cada uno de nosotros.

Tu hermana o hermano es la persona que caminó junto a ti a lo largo de la infancia y adolescencia, que aprendió a vivir y desear al mismo tiempo que tú. Es el amigo que más tiempo lleva ahí. Tanto es así que si no disponemos de ellos en casa, los buscamos fuera ya sea en el colegio o en la plazoleta donde vamos a jugar. Aunque hayamos crecido y nuestras vidas diverjan, siempre serán nuestros iguales, con los que disputamos inmisericordes cada centímetro cuadrado de nuestro universo. Sin embargo, son típicos los encuentros entre hermanos, que suelen ser alegres eventos que terminan en las mismas trifulcas que cuando éramos niños.

Este fenómeno evidencia muy bien esos dos compartimentos del armario. Es lógico que nos proporcione alegría porque nuestro consciente nos dice que el mundo alegre de nuestra infancia sigue vivo y nos disponemos a disfrutarlo. Sin embargo, al juntar nuestras conciencias donde, como es lógico habremos guardado todo lo positivo, también, ineludiblemente, habremos vuelto a unir las huellas de un inconsciente que, ahora completo, reproduce las condiciones en que desarrollamos nuestro carácter, es decir la competencia feroz que se establece entre los hermanos, cuando eran pequeños, por capturar la atención de los padres, cuya presencia será latente, de la misma manera que lo es la del artista en una exposición retrospectiva de su obra. Así se explicaría la facilidad con que se pasa del cariño a la hostilidad y viceversa, en ese tipo de reuniones filiales, si no se ha conseguido, en un acto de madurez, tomar conciencia de aquellas vivencias,