jueves, 14 de septiembre de 2023

EL CUENTO DE LAS PATATAS

 

Es fácil toparse con listados de naciones clasificadas por su riqueza. Si en uno de esos actos de ingenuidad, en los que solemos caer los legos en casi todo, intentamos entender los criterios con los que han sido elaborados, acabamos en la curiosa conclusión de que los economistas viven en otro mundo, uno de esos otros mundos pero que están en este.

Es un mundo, el de los economistas, en el que una nación donde cientos de miles de personas pernoctan en las calles, en que un alto porcentaje de la población no tiene cobertura sanitaria alguna, está clasificada como la más rica. Un mundo en el que las naciones verdaderamente más ricas, pues son las que disponen de las materias primas, son las peor clasificadas.

Resulta que, dicho con las mínimas palabras, esos criterios se basan en calcular la riqueza neta de un país y luego dividirla entre la población... le llaman “renta per cápita”. Aplicando esa lógica, seria posible hacer la siguiente y desquiciada pregunta: sí yo tengo diez euros y mi vecino cien, ¿se puede decir que yo dispongo de cincuenta y cinco euros? Sin embargo, la realidad que observamos es mucho más desquiciada , es decir, cuentan las patatas que hay en la cesta, las dividen entre la gente que ha participado en conseguirlas, y nos aseguran que somos tanto así de ricos, pero el dueño se lleva las patatas porque el cesto es suyo y el resto se queda con un palmo de narices, y como pago a su participación, un par de patatas de las desechadas para la cesta. A la gente de a pie lo único que nos indica la “renta per cápita” es lo ricos que pueden llegar a ser los ricos.

En ese otro mundo paralelo está claro que un país rico es el que proporciona buenas condiciones para los negocios, mientras que en el mundo de la gente corriente, un país rico es el que proporciona condiciones de prosperidad a toda la población. Un país donde, aun y a pesar de tener trabajo, hay gente que se ve obligada a vivir en la calle, por más altos que sean los beneficios de sus empresas o buenos sean los resultados en la bolsa, no se puede considerar rico.

Ni siquiera el concepto de país es el mismo. Para los que tenemos que ir a trabajar cada mañana, el país es un colectivo de gente que se esfuerza en mejorar sus niveles de bienestar, empleando su propio esfuerzo y para cuyo funcionamiento solo es necesaria la solidaridad colectiva. Pero, en el universo de los economistas, un país es la parcela o parte del territorio propiedad de determinadas “élites” donde proyectan sus negocios y guardan los beneficios, y para cuyo funcionamiento es necesario que la población renuncie al control de sus propios esfuerzos.

Si de lo que se trata es de comprender la realidad en que vivimos y, a partir de ahí establecer la estrategia y las tácticas adecuadas para conseguir un mundo sostenible, es evidente que las herramientas que nos proporcionan no sirven, sencillamente, porque son de otro mundo.

Hay organismos que establecen los “umbrales de la pobreza”, se trata de calcular la cantidad de gente cuyos ingresos están por debajo del 60% de los ingresos medios de toda la población. Algo así solo sirve, como mucho, para hacer rimbombantes discursos. El tipo de soluciones que ofrecen se limitan en tapar los agujeros. Sin embargo, no es tapando agujeros como se consolida un país, lo necesario es construir de manera que esas fallas no se produzcan. Más interesante resultaría calcular el “umbral de la riqueza”, se trataría de establecer la linea a partir de la cual nuestro trabajo sí es riqueza, una línea por debajo de la cual ni siquiera es posible hablar de naciones o países consolidados sino de territorios controlados por unas pocas familias económicas. Es muy difícil consolidar un país, donde la gente se sienta segura, mientras una parte del colectivo no puede o tiene dificultades para llevar una existencia digna.

Podemos hablar de riqueza cuando el cien por cien de la población dispone de alojamiento, asistencia sanitaria, educación y empleo en condiciones dignas, y puesto que cien entre cien es igual a uno, podríamos hablar de una nación rica si cada uno de los cuatro ítems mencionados diera uno y por lo tanto su calificación fuera de cuatro. Hasta no alcanzar ese “umbral de la riqueza”, todo la economía y los economistas, debieran girar entorno al objetivo de obtener esa calificación.

Dependiendo de la percepción de riqueza que tengamos, orientaremos nuestros esfuerzos hacia unos derroteros u otros Sí estoy convencido que mi país es rico, mi incidencia social, sea del tipo que sea, será conservadora, de apoyo al actual estado de cosas. Sin embargo, si por razones evidentes, mi convencimiento es el contrario, mi empeño será progresista, estimulando el cambio. De ahí el ahínco que ponen los que controlan la economía en convencernos que vivimos en un país rico. De imponernos sus métodos que resultaran útiles para sus negocios, pero que resultan completamente falaces para la gente de la calle.

Se puede argüir que las leyes ya contemplan métodos de redistribución de la riqueza, y es posible que así sea, pero todos sabemos que, cuando menos, las dotaciones económicas que las pueden hacer realidad son claramente insuficientes y están sometidas a toda clase de corruptelas y privatizaciones. Es decir, resulta evidente la necesidad de aumentar los impuestos a los beneficios hasta que se cubran esas necesidades para toda la población. Conclusión exactamente contraria a la que se llega, si nuestro análisis parte de que el objetivo es el máximo beneficio y utilizamos los baremos planteados por los economistas.

No obstante, para que la presión social sea capaz de forzar el incremento del gasto social y se acabe con la corrupción, será preciso que la gente asuma ese “umbral de la riqueza” como algo ineludible, y, de la misma manera que nos indignaría ver a niños trabajando, nos indignemos cuando veamos a personas realizando trabajos de los que alguien sacará un beneficio, pero que a ellos no les dará ni para un alojamiento digno.