“...
Puede tratarse de un pedazo de pan o un trozo de galleta, un poco de
cassava o de plátano. Nunca se lo come solo y entero, pues los niños
lo comparten todo: por lo general, la niña más grande del grupo se
cuida de que todos reciban una ración justa, aunque a cada uno le
toque una sola migaja ...”
Ébano.
Ryszard
Kapuscinski.
Quizá
hubo un tiempo en que todo
el colectivo
almacenaba el fruto de su trabajo en un mismo lugar del
que
cualquiera podía proveerse según su necesidad, coger más de lo
necesario solo podía obedecer a un trastorno mental. Es posible
imaginar un paraíso semejante si lo fundamental es la supervivencia
del grupo, es decir, cuando cada uno de sus miembros percibe la
existencia como una realidad colectiva.
Las
cosas debieron complicarse cuando las condiciones de trabajo, por
razones de climatología, enfermedades o cualquier otra, impedían
un rendimiento óptimo y lo almacenado no alcanzaba para que
cualquiera se proveyera libremente, debiéndose racionar de manera
que, por lo menos una mínima parte, llegara a todo el colectivo.
También
podría ocurrir que el rendimiento del trabajo fuera tan pobre que
las raciones no garantizasen
el sustento. Por lo tanto, habría que decidir entre la supervivencia
de tan solo una fracción del colectivo o su extinción. Entonces,
aparecerán
la violencia y el horror.
Las
hambrunas, la escasez de recursos vitales, darán lugar a la
violencia dentro del colectivo, amenazando a este con la
autodestrucción. Será la interacción de esa violencia con el
instinto de conservación del grupo, lo que propiciará la agresión
a otros colectivos, ya sea para arrebatarles directamente el fruto de
su trabajo o bien, para apoderarse del medio físico que les
proporcione
rendimientos capaces de sostenerlos
con holgura. Así nacerán las guerras, como un mecanismo de
supervivencia.
En
principio, y en circunstancias optimas, la potencia implícita en
cada persona debiera ser suficiente para producir su propio sustento.
No obstante, las condiciones ideales suelen ser escasas y
siempre
bajo la amenaza de cambios incontrolables, además, la población que
sustentan acabará por desbordarlas ineludiblemente, ya que para unas
condiciones de producción dadas es posible mantener a un cierto
número de individuos, sin embargo, cuando esa relación es óptima
la población crece, con lo que las mismas condiciones de producción
dejan de cubrir las nuevas necesidades a que el incremento de la
población da lugar.
Han
sido necesarios milenios de sufrimiento y durísimos trabajos para la
mayoría, hasta que, cuando menos allí donde la industria es la
principal fuente de riqueza, la sociedad ha encontrado la manera de
dotarse de herramientas técnicas y culturales que permiten optimizar
los rendimientos
de su trabajo, a la vez que posibilitan el autocontrol de la
población en función de los recursos disponibles, superando
así la trágica necesidad del recurso a la guerra. No obstante, la
guerra, la violencia y el horror no han desaparecido, persisten
aunque ya no exista ninguna razón que los justifique. Entendiendo,
claro, está, que conservar la vida sería la única justificación
lógica del recurso a la fuerza entre seres humanos,
esa
persistencia resulta paradójica porque los medios técnicos y el
control de la naturaleza con los que contamos en la actualidad, son
suficientes para que ninguna persona deba temer por su supervivencia.
El
hecho de que determinados colectivos recurrieran o necesitaran
recurrir a la rapiña como sistema de supervivencia, debió tener
como consecuencia inmediata que el resto de colectivos armasen sus
defensas. Así la violencia pasa a formar parte fundamental de la
cultura y rompe, en el interior de los colectivos, la horizontalidad
social a favor del más fuerte que, autorizado por el uso de la
fuerza como razón, es quien se lleva la mayor parte de lo conseguido
por todos. Ración que va disminuyendo en proporción a la capacidad
del uso de la violencia y da forma de pirámide a la horizontalidad
original.
Así,
la identidad, la posición en la estructura social, queda fuertemente
vinculada a lo que posees, es decir, a lo que eres capaz de defender.
Propiedad y violencia parecen ser consustanciales, dos caras de la
misma moneda, lo que explicaría o daría lógica a la paradoja
señalada, pues si bien entendemos y disponemos de los medios para
eliminar la violencia, no somos capaces de una estructura social que
no se base en la propiedad, no encontramos la manera de volver a la
horizontalidad.
Cabría
pensar que el largo esfuerzo realizado para resolver la escasez, ha
roto la primitiva manera de percibir la existencia como una realidad
colectiva. Acaso ese sería el trayecto resultante de lo que
conocemos como progreso, el camino que convierte a un ser incapaz de
vivir sin el abrigo de sus semejantes, en un ser mutilado de su
capacidad social y, en la medida que esa mutilación le impide unir
su fuerza con sus semejantes, con los de su estrato en la pirámide,
con los de su clase, se ve obligado, si quiere sobrevivir, a vender
la propiedad de su trabajo a estratos piramidales más altos, es
decir, dotados de más fuerza.
Volver
a la horizontalidad social, hacer buenos los progresos alcanzados,
pasa por recuperar la conciencia de nuestra existencia colectiva,
como fuente de conocimiento que nos permita vivir con plenitud la
individualidad, a la vez que decidir y actuar como colectivo. Pasa
por sustituir la ley del más fuerte por la ley del más débil, como
garantía del innato derecho a la vida. Y eso es posible ahora que
somos capaces de surcar el espacio y dominamos la materia hasta
extremos subatómicos. Ahora que todos sabemos leer y escribir. Ahora
que los medios técnicos de comunicación desbordan una y otra vez,
las mordazas de los más fuertes.
Ahora,
porque el potencial violento acumulado en el vértice de la pirámide.
es tal y está en tales manos, que amenaza no solo a la especie
humana, sino al propio planeta como ente vivo, por lo que, más allá
de que tanto la violencia como su estructura piramidal sean
perfectamente eludibles, urge encontrar la salida, urge encontrar una
cohesión social no vinculada a la propiedad y a su inevitable
compañera, la violencia.