martes, 2 de julio de 2024

CEREBROS INCAPACITADOS

Todos tenemos cerebro y sabemos de los prodigios que ese órgano es capaz de realizar, sin embargo, esos prodigios solo estarán al alcance de quienes hayan ejercitado suficientemente su uso, de la misma manera que subir una cuesta en bicicleta solo está al alcance de quien haya ejercitado suficientemente sus músculos.

A nadie se le ocurre decir que es una estupidez matarse a pedalear cuando hay vehículos que te desplazan sin que tengas que cansarte lo más mínimo. No se nos ocurre tal cosa porque, en primer lugar, te mantiene la musculatura en buena forma y, en segundo lugar, aunque no menos importante, la experiencia del esfuerzo nos proporciona una percepción de nosotros mismo mucho más rica y realista que la comodidad del sofá.

Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que es una tontería ponerse a calcular con lápiz y papel una raíz cuadrada cuando hay calculadoras que te la proporcionan sin necesidad de utilizar el cerebro para nada, lo cual es cierto cuando necesitamos ese valor para el trabajo cotidiano, pero también es cierto que por ese camino acabamos perdiendo esa capacidad. Lo mismo ocurre con tantas otras habilidades en que una máquina nos suple ahorrándonos esfuerzo. Es decir, al igual que ocurre con la musculatura, ejercitar el cerebro es la única manera de mantenerlo ágil.

La palabra escrita es un código que debemos interpretar para obtener la imagen asociada. Una imagen no necesita reflexión ninguna. Efectivamente transmite la información que contiene de forma inmediata, y sin las posibles ambigüedades a que nuestra interpretación puede dar lugar.

Cuando leemos una novela, el autor nos proporciona una serie de descripciones que por precisas que sean, requieren de un esfuerzo de la imaginación para “verlas” en nuestra cabeza, no es así cuando visualizamos una película en la que un director habrá previsto hasta el más pequeño detalle, orientando nuestra imaginación en un único sentido.

La lectura permite que seamos nosotros quien determinemos el ritmo de asimilación, mientras que en una película te lo imponen. Claramente, mientras leemos, nuestro cerebro permanece activo, en tanto que frente a una narración visual la mayoría mantenemos la mente en un cómodo “by pass”, y solo cuando la hemos terminado de ver intentamos alguna valoración.

Tiempo atrás lo visual se limitaba al cinematógrafo y a la pantalla del televisor, de manera que el resto de actividades, fueran recreativas o de trabajo, nos obligaban a utilizar el cerebro. Son los distintos formatos de computadoras, pero sobre todo los llamados teléfonos inteligentes, los que nos abocan a un entorno totalmente dirigido. La portabilidad de estos dispositivos infiltran la deshilachada cultura de lo visual hasta en situaciones de obligado recogimiento, como puede ser un viaje en metro o la espera de turno en cualquier oficina. Así mismo, la interactibidad y el registro de sus afinidades le proporcionan al usuario, por un lado, la inmediatez de una pretendida satisfacción y, por otro, la falsa sensación de estar acompañados, todo ello con el mínimo esfuerzo de poner el dedo en un sector de la pantalla o en otro.

En definitiva, y a una velocidad que se acerca al vértigo, nos vemos empujados a una sociedad en que, gracias a la tecnología, todo es más fácil y rápido, o eso pregonan. No obstante, cabe preguntarse por las consecuencias de esa inmersión electrónica. Si paramos la atención el los mensajes de las redes sociales, cada vez hay menos texto y más monigotes asociados a contenidos concretos, lo cual, aparte de ser una especie de involución a las primitivas escrituras jeroglíficas, es la evidencia de una pereza mental que nos impide expresarnos con mensajes explícitos o, quizás, es que que ya no sabemos expresarnos, por las mismas razones que no somos capaces de resolver una raíz cuadrada. De hecho, toda la avalancha electrónica parece una insistente invitación a dejar de utilizar el cerebro, lo cual, como ocurre con cualquier órgano, lo inutiliza, lo deshabilita para la reflexión personal, lo impregna de ingenuidad y la desconfianza consecuente, nos convierte en incapacitados cerebrales, situación de la que huimos buscando discursos elementales y dogmáticos que, tal y como una calculadora nos libera del esfuerzo de calcular, nos descarguen del esfuerzo de reflexionar.

Abundan, cada vez más, opinadores que utilizan los recursos que proporciona Internet para divulgar las cantinelas típicas de las derechas, a pesar de que, en la mayoría de los casos, se hace evidente que no tienen ni idea de lo que están diciendo. No obstante, estos personajes se esfuerzan en dar una imagen lo más estrambótica posible: nombres provocadores, gorras de béisbol puestas al revés, pajaritas, tirantes, camisas floreadas, lentes estrambóticas, barbas muy dibujadas, cortes de pelo a lo nazi, exagerada proliferación de tatuajes, etc. Está claro que más allá de lo que dicen, buscan la atención bobalicona de gente que, sin entender ni importarle el contenido, se sienten identificados con el aspecto palurdo y vacilón del opinador, y pulsan sobre un puño con el pulgar apuntando arriba, que es precisamente lo que busca el opinador pues, al parecer, ese es el primer paso para conseguir dinero con esa actividad.

En la medida de lo dicho y dada la abundancia, sobre todo entre la gente joven, de cerebros sin la capacidad de reflexionar, no es de extrañar que cualquier enajenado con aspiraciones de dictador justiciero, se dirija a los incapacitados cerebrales de que hablamos y consiga sacar adelante una candidatura con cerca de ochocientos mil votos.







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